Carlos Serres

El vino en la antigua Roma

Hablar de la historia del vino pasa, inevitablemente, por hacerlo del Imperio Romano. Uno que no solo forma parte en gran medida de nuestras raíces sino que, además, imprimió su propio carácter en el mundo de los caldos. No hay más que ver que las referencias a él son incansables en las obras de arte conservadas hasta hoy. Un protagonismo que nos da debida cuenta de hasta qué punto el vino era eje social, cultural e, incluso, económico de este pueblo antepasado.

Lejos de ser solo una bebida, el vino formó parte de la identidad romana tanto como sus calzadas o su sistema político. Una realidad que acompañó al Imperio en sus ínfulas de expansión por más de media Europa; y que sería, al final, uno de sus grandes legados en los territorios conquistados. Algo ciertamente curioso si tenemos en cuenta que el cultivo de la vid y el tributo al vino fueron, en realidad, una de las apropiaciones que la antigua Roma hizo de la conquistada Grecia. Un pueblo en el que el vino era objeto de culto, pero que no logró popularizarlo tanto como lo harían sus invasores.

Entender el peso de la antigua Roma en la cultura del vino pasa, irremediablemente, por conocer más a fondo su papel. Porque la cosa no se queda únicamente en creer que gracias a ellos se extendió el cultivo del vino. En realidad, pasa por comprender hasta qué punto este era parte inherente al Imperio.

LA SIMBOLOGÍA DEL VINO EN LA ANTIGUA ROMA

Empecemos por comprender el profundo significado que el vino tenía en la antigua Roma. Por un lado, era la bebida por excelencia del Imperio. Tanto que se estima que la cantidad consumida por persona durante esta época oscilaba entre el litro y los cinco al día. Un dato que nos da debida cuenta de hasta qué punto el vino estaba presente en el día a día de Roma, desde el amanecer hasta bien entrada la madrugada.

La importancia de los tartratos en el vino

Más allá de su consumo, el vino tenía una potente simbología para el Imperio. El cultivo de la vid era una curiosa fusión entre la honra y lo común. Una labor que aunaba dos mundos, y que contaba con el respeto de quienes formaban parte de las clases altas romanas. No es raro que los dioses mitológicos del vino tuvieran uno propio de carácter romano. Y no es raro, tampoco, que el Baco romano conservara parte del espíritu del Dionisos griego que honraba el vino. Si bien la deidad del Imperio cobró un carácter diferente con el tiempo, en inicio conservaba ese espíritu de dios agricultor consagrado al cultivo de la vid.

Pero hay un simbolismo más para el vino en la antigua Roma. Uno que, en realidad, forma parte del ADN de una civilización para quien el dominio y el poder eran rasgos casi morfológicos. El vino para los romanos encarnaba su pasado y su presente. Era la muestra viva del lugar del que procedían y lo que habían logrado. Una auténtica herramienta propagandística para reiterar su poder sobre otros pueblos. Y es tal su importancia que, incluso en la manera de identificar a un centurión romano, estaría presente: su insignia mostraba una vara de madera de un retoño de vid.

LA EXPANSIÓN DEL VINO, LA GRAN APORTACIÓN DE LA ANTIGUA ROMA

Conocido su simbolismo, es momento de pasar a lo práctico. O, dicho de otro modo, hasta qué punto estaremos en eterna deuda con el Imperio Romano. Dado que el vino formaba parte viva de su actualidad, no dudaron en exportarlo en cada una de sus conquistas. Algo que les convirtió, en torno al año 146 a.C., en los mayores productores de vino a nivel mundial.

De la misma forma que lo hacían los soldados, el vino viajaba en las naves romanos que recorrían el Mare Nostrum. Algo lógico si tenemos en cuenta que se consideraba un bien de primera necesidad. Una originalidad de la que no eran dueños, sino que ya procedía de la conquistada Grecia.

Curiosamente y a pesar de hablar de una sociedad sumamente jerarquizada a nivel de clases, el vino era para todos. Para el esclavo, para el patricio o para el César. No existían las diferencias en la popularización de su consumo pero sí en la excelencia de los caldos. Mientras los mejores se reservaban para las clases altas, los vinos de peor calidad se destinaban para el resto de los mortales.

Era tal la necesidad del cada vez mayor Imperio de vino que el cultivo de la vid se convirtió en cultivo prioritario en las tierras conquistadas. Una labor que, si bien tenía carácter abastecedor para las demandas de Roma, favoreció dos de los grandes legados de esta civilización para el resto de Europa. Por un lado, la expansión del cultivo de la vid. Una forma de transformar buena parte de los territorios conquistados en la bodega del Imperio.

Pero no fue su única herencia. Para lograrlo, Roma no dudó en mandar agricultores griegos hasta el último confín de su territorio. Una apuesta de éxito para que enseñaran los secretos del cultivo de la vid y llevar, así, a buen puerto las cosechas. Un conocimiento compartido que transformaría para siempre la manera de entender el campo de buena parte de Europa.

Y es que, con sus luces y sus sombras, el vino está en deuda con el Imperio Romano. Porque de no haberse convertido en bebida, en símbolo y en herramienta quizás no lo disfrutaríamos como lo hacemos en la actualidad.